12 de julio de 2018

“La era de la canoa”: Quiroga timonel y Martínez Estrada cronista



"Evité tenazmente, hasta que tuve que ceder, acompañar a Quiroga en sus acrobacias náuticas. La vectación vespertina por la Avenida Alvear tampoco era cuestión de aceptar sin augures. Invitaba con voz que podía significar –“-¿Qué le parece si nos estrelláramos esta tarde? ¿No le resultaría magnífico que nos ahogáramos en el Tigre?”.
    Ni él ni yo sabíamos nadar, ineptitud a la que no daba ninguna importancia. Lo que en realidad quería de sus acompañantes, es que juzgaran de la alta calidad de sus construcciones; según opinión de los técnicos, verdaderas obras de arte de la arquitectura naval. Esta era su gran maestría y recóndita vanidad.
    La experiencia de cómo guiaba el auto me precavía de sus condiciones de piloto. Pero había siempre una romántica persuasión en su “Invitation au Voyage”. Le apasionaba cuanto representara un peligro mortal, porque en el fondo de su corazón deseaba morir. Como un jugador se entrega al azar con los ojos cerrados, se abandonaba él al albur de la tragedia. Tal es un rasgo peculiar de su psicología, pues evidentemente de ordinario conducía sus relaciones con el semejante dejándose llevar  o arrastrar por el “diablejo de lo perverso” hasta los bordes del precipicio de lo irremediable. Vivía tentando irrespetuosamente a las Parcas.

    Sin duda un paseo tal era una prueba de nervios y nada parecido a navegar plácidamente por los canales contemplando los paisajes que constituyen el encanto peculiar del Tigre; paisajes de paz para disfrutar en paz. Pero Quiroga navegaba en el Tigre como Jack London en los archipiélagos del Pacífico. No podía esperarse otro gozo que el de la emoción violenta, el peligro como fin y finalidad de la excursión. Precisamente lo que a nadie se le ocurría ir a buscar al Tigre. No se tenía tiempo ni ganas de observar nada. Ignoro si el navegante vocacional puede unir los sobresaltos de lo imprevisto con la tranquilidad de la contemplación, pero para mí, las pocas veces que acompañé a Quiroga en sus malones al Carapachay, fueron una tortura. Me pareció cierto que tampoco él buscaba en esas correrías placer ninguno, sino, al contrario, la auto-flagelación psíquica, por las metamorfosis del peligro inminente, siempre igual y siempre inesperado. No tengo ninguna versación en temas de deportes violentos ni de seudomórfosis del masoquismo, y carezco de competencia para afirmar que Quiroga amaba lo que podía destruirlo. ¿Destruirlo? No le parecía cierto que pudiera morir. A mí tampoco, pues aunque lo veía tan frágil lo notaba seguro de sí mismo, como sus canoas, livianas e insumergibles.

    “Yo tengo –y debo habérselo dicho- gran fe en mi estrella. Por ella esperé confiado en la recomposición”.

    Por fin, una tarde Quiroga me persuadió, o quebró en mí el instinto de conservación, y probamos la excelencia de su último navío. Aquella tarde era una lámina luminosa de infinita calma y soledad. Partimos hacia la isla de Ogigia o las Bermudas. Después de sortear las sirtes del Gran Capitán se internó en el Río de la Plata. No sé si las aguas o el timonel imprimían a la embarcación un cabeceo hípico, convulsiones de potro marino. Medio bote sobresalía de la superficie, de modo que no se podía decir si navegaba o volaba. Iba yo asido al borde de la canoa, alerta de un viraje sin preparación que me arrojara por la borda, al mismo tiempo que admiraba la dignidad con que Quiroga empuñaba el timón, con toda la arrogancia de un almirante holandés, acurrucado en la popa. Era un jinete y no un piloto, que alardeaba de no tener ni idea de lo que estaba haciendo.
    A pesar de todo, regresamos embarcados al muelle.
    (Puedo dar fe de que los botes construidos por Quiroga eran insumergibles y, además, que él los gobernaba como a tritones que esperaban su voz de mando para echarse a volar).
    La Era de la Canoa fue la última; la precedieron la de la Moto y la de la Voiturette.


[Fuente: Ezequiel Martínez Estrada, El hermano Quiroga, Fundación Biblioteca Ayacucho, Buenos Aires, 1995].

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